El Gobierno y la izquierda postmoderna buscan hacer tabla rasa con el pasado, la tradición y la cultura occidental, para dar lugar a una sociedad nueva, donde el Gobierno garantice a los niños un pronto goce sexual y un aborto rápido, eficaz y seguro. Si los padres creen que en este rapto social de sus niños tienen algo que decir, van listos: toda la política izquierdista dirigida a la infancia y la adolescencia, desde la salud a la educación, se mueve por ese principio, en el que ellos cuentan poco. No es sólo en España, desgraciadamente, y no sólo por la izquierda por donde se busca dotar al Estado de la capacidad de decidir sobre la vida de las personas en su totalidad, desde su nacimiento hasta su desarrollo y muerte. Pero aquí la situación alcanza un grado de degeneración mayor.
Cuando una sociedad empieza a considerar el aborto un derecho, y sus gobernantes dicen que van a poner todos los medios necesarios para matar a los no-nacidos, es que algo marcha muy mal, y la inversión de valores va adelantada. No olvidemos que la sociedad tiene como finalidad última garantizar la vida de los que la componen. Y cuando lo que se plantea es precisamente cómo quitársela y cómo poner todo el potencial de la técnica y la ciencia para ello, entonces es que está sumida en una profunda crisis. El bienestar y la opulencia pueden entonces esconder su propia autodestrucción.
No estamos en absoluto obligados a caminar por la senda marcada por la izquierda. El deterioro de los valores tradicionales no es inevitable ni mucho menos. Es cuestión de coger el toro por los cuernos. Partamos de una verdad incuestionable: la oficialización del aborto es una calamidad para cualquier sociedad humana, va contra su propio sentido. Por eso es necesario empezar a romper tabúes y abrir el debate sobre su penalización, tanto para las madres como para los médicos que lo practican, así como de las circunstancias atenuantes y los supuestos que se puedan añadir.