El disparate es, pese a su rotundo fracaso, el síntoma de una grave patología, intelectual y moral, que aqueja a la sociedad española. También es un atentado contra la libertad religiosa y de expresión. Y contra la separación entre la Iglesia y el Estado. El Parlamento no tiene potestad para decidir sobre qué puede opinar o no la Iglesia. Y, por cierto, ni el Papa ni la Iglesia imponen nada; simplemente, proclaman su enseñanza y la proponen a los hombres. Con ello, ejercen un derecho y cumplen un deber.
Por lo demás, Benedicto XVI está en su derecho de expresar sus opiniones sobre el sida y el preservativo, aunque se opongan a la extraviada ideología, no sé si dominante, pero sí muy ruidosa. Es más, creo que tiene el deber de hacerlo. Aunque estuviera equivocado. Pero sucede que sus declaraciones han sido tergiversadas y están llenas de coherencia y verdad. Lo que algunos parecen empeñados en emprender es algo así como una cruzada laica contra la verdad. No sólo es falso que la Iglesia sea indiferente ante los sufrimientos causados por el sida. Es que es la institución que más hace por paliar ese sufrimiento. Pero sólo los necios miran hacia el preservativo y nada más. Más allá de que se trate de un remedio falible contra el contagio, la enseñanza de la Iglesia es mucho más radical, y verdadera. Si propugna la fidelidad, la castidad y la sexualidad orientada hacia la procreación, no se le puede responsabilizar de los males causados por la promiscuidad, la infidelidad o la búsqueda del placer sexual como un fin en sí mismo. Otros son los que tienen que responder de la existencia de esos males. Si se generalizara el cumplimiento de la enseñanza de la Iglesia, el sida reduciría su presencia en el mundo.