A este necio debemos contestarle “claro que lo es”. El desastre viene en muchas formas, y sólo uno de ellos involucra la irradiación del norte de Japón. Los científicos podrían probar tener razón en el estricto sentido de que muchas cosas han sucedido de acuerdo con el plan de contingencia: el resto de las 55 plantas nucleares de Japón se comportaron perfectamente; hasta la anticuada planta de Fukushima Daiichi —de un diseño menos seguro del que se utilizaría ahora— se cerró automáticamente cuando inició el terremoto y, en su lugar, fue arrasada por el tsunami, y en que aun si el combustible dentro del reactor se filtra (poco probable) el contenedor principal del mismo debería poder contener la radiación (tal vez). La explosión fue causada por gas de hidrógeno. A lo mejor la radiación liberada podría probar no ser demasiado riesgosa.
Pero aun en el caso de que todo esto resulte ser cierto, el golpe a la credibilidad de la industria será inmenso —“un momento crítico para el mundo” como dice Angela Merkel. Una catástrofe en un patio trasero de un país ex soviético podría explicarse como el tipo de cosas que pasan en los países poco sofisticados. Pero esto sucedió en Japón: una tierra de habilidades y resistencia imbuida con una cultura preventiva; un país en el que se prepararon todo lo que pudieron. Este accidente podría no probar nada pero podría significar todo: el miedo ilógico a que el genio nuclear no pueda ser controlado. La pérdida será nuestra. Existe una razón de peso para aferrarse al desarrollo de una forma confiable, universalmente disponible, de baja emisión de carbono de generar grandes cantidades de energía. Sin más plantas nucleares no hay posibilidad de que Japón prescinda de los combustibles fósiles, y evite grandes recortes en el consumo de energía, mismos que ningún país democrático podrá imponer. El cambio de clima debería ser más importante que el prospecto remoto de una calamidad nuclear.