Un hombre camina con un paraguas bajo un ardiente sol por senderos de tierra que unen pueblos remotos. Aldea tras aldea para hablar con sus gentes, conocer sus necesidades y explicarles la importancia de la educación. Un hombre que asegura que hay esperanza, que una vida digna es posible. Que dice que está allí para eso: que ha venido para quedarse, para ayudar.
Cuatro décadas más tarde miles de personas esperan con paciencia para despedir a Vicente Ferrer, fallecido el viernes 19 de junio, a los 89 años, en Anantapur, en el estado indio de Andhra Pradesh. Algunos lloran. Otros abrazan a Anne Ferrer, la viuda. Con la emoción a flor de piel.
Anantapur significa Ciudad del Infinito en telugu, la lengua local, pero bien podría ser también la Ciudad de la Esperanza. O Ciudad Vicente Ferrer. El ex jesuita llegó hace 40 años a Anantapur, un distrito inhóspito, de tierras baldías, escasas lluvias, mucho analfabetismo y más hambre. Al poco de su llegada el Gobierno indio declaró la región como la más deprimida del país, en la nación con más desheredados del mundo. En pocas décadas la población debería ser desplazada a otras zonas debido al avance de la desertificación.
El hombre que «se llevó el desierto» nunca desaparecerá de Anantapur. Su espíritu irreductible permanece en cada persona a la que ayudó, en cada niño que aprendió a leer, en cada madre que alimentó a sus hijos.